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Blog Académico

De la meseta al altiplano: semblanza de un poeta amigo

José López Rueda nació en Madrid en 1928 y murió en 2018. Doctor en Filosofía y Letras, Sección de Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid. Catedrático emérito de la Universidad Simón Bolívar (Venezuela). Fue profesor titular de la Universidad de Cuenca-Ecuador, profesor y director del Departamento de Humanidades de la Universidad de Oriente de Venezuela, profesor de la Universidad de Tamkang (Taiwan), director del programa de la Universidad de Bowling Green (Ohio-USA, 1991-1999). Entre sus libros de investigación destacan: Helenistas españoles del siglo XVI (C.S.I.C., Madrid, 1973, tesis doctoral con Premio Extraordinario en la Universidad Complutense de Madrid), Rómulo Gallegos y España (Monte Ávila, Caracas, 1986, Premio Andrés Bello de la Universidad Simón Bolívar) y González de Salas, humanista barroco y editor de Quevedo (Fundación Universitaria Española, Madrid, 2003). Escribió y publicó numerosos libros y ensayos de crítica literaria y fue un asiduo colaborador de la prensa. Ha publicado un buen número de novelas, entre las cuales se distingue Aldea 1936, sobre la guerra civil española, y más de 10 libros de poemas, entre los cuales destacaremos Cantos equinocciales (1977), el más clásico, y Fervor Secreto (2002), el más experimentalista. Desempeñó varias posiciones directivas en la Asociación Prometeo de Poesía de Madrid. Una buena parte de sus poemas suyos han sido traducidos al chino, al inglés, al italiano y al ruso.*


Una generosa decisión me ha favorecido, por segunda vez con el honroso encargo de hacer en breves palabras, la semblanza de José López Rueda. Si me he atrevido a aceptarla, es porque he pensado que si acaso hubiera quien al cumplirla se expresara con mejor acento y elegancia que quien asume tal misión, no existe quien sienta la satisfacción que experimento en estos momentos al ver cumplido un acto que envuelve a un hombre al cual me unen razones, sentimientos y vivencias, cimentados en el transcurrir de muchos años, que con placer infinito recordamos.

Mi primer encuentro con José López Rueda, Pepe para los amigos, tuvo lugar en la Universidad de Oriente, cuando en aquel entonces dirigía el Departamento de Humanidades de la Universidad. Precisamente en la introducción del libro, cuya publicación hoy celebramos, descubre López Rueda su primera y lúcida visión de don Rómulo Gallegos.

En los dos extremos, de izquierda a derecha, Miguel Ángel Escotet y López Rueda durante esta presentación en 1986 en el Ateneo de Madrid.

Bajo la magia de sus palabras, surgió nuevamente en mi memoria, no solo el recuerdo de la ya trémula y gloriosa figura del Maestro Gallegos, sino el tiempo y el paisaje donde comenzó nuestra larga amistad. Allí en el Cerro Colorado de Cumaná había pasado el arado y frente al mar, en presencia del “Maestro”, la Universidad daba su primera cosecha de profesionales. Yo iniciaba prácticamente mi andadura docente universitaria y ya López Rueda, joven aún, tenía tras de sí una estela de producción científica y literaria.

José López Rueda nació en Madrid en 1928. Transcurrió su infancia en la España de la preguerra y de la violencia de la cual ofrece un elocuente testimonio en su evocación de un pequeño pueblo, Arcos de Jalón, a donde fue enviado para ampararlo de los rigores del enfrentamiento que se producía en la capital. En Aldea 1936, su primera novela, refleja con pasión sus experiencias infantiles en un momento sombrío de la historia de España.

López Rueda pertenece a la generación perdida, esa generación a la que la dictadura intentó doblegar castrando la razón, esa generación atormentada que se desparramó por los diversos confines de la tierra; esa generación ansiosa por liberarse de la impostura intelectual que pretendía ahogar no solo el intelecto sino la dignidad. Al finalizar su licenciatura en la Universidad Complutense, se despide un día en la Estación del Norte para tomar el barco en la ciudad donde precisamente había cumplido el servicio militar, Vigo, tierras gallegas de sus antepasados. En su poema “A punto de partir” expresa él mismo “Oceánicas, verdes soledades; me reclaman el vasto suroeste”.

Se encuentra de repente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca en Ecuador como Profesor de latín y griego. Es allí donde su vena literaria y poética, unida a la contemplación de enclaustramiento que transmiten las imponentes montañas de los Andes, se expande y toma vida. Así nacen Aldea 1936, los libros de poemas Soledad y Memoria, y Testimonios de sombra, y otras novelas como La flecha intempestiva e Hipoteca viviente, esto, sin contar la prolífera publicación de ensayos en revistas profesionales y literarias y numerosos artículos en diferentes periódicos. Es allí en Ecuador donde conoce la respuesta a su talento: obtiene el primer premio de poesía en el Concurso Nacional “Alfonso Reyes” en Quito y la primera mención de honor del Concurso Nacional de Poesía promovido por el destacado diario latinoamericano, “El Universo” de Guayaquil.

José y Adelina en la Feria de Madrid en 2017

Diez años transcurren de intensa existencia, pues sin dejar de pisar esas tierras, se casa por poder con Adelina, el amor fiel que transitoriamente había dejado en el andén de la estación, convirtiéndose en compañera de fatigas, apoyo en sus luchas y estimulo a sus actuaciones tanto en los momentos difíciles como en los de quietud, por la serena comprensión que le ha correspondido asumir en el logro de ideales y en la más constructiva crítica de su obra. También allí nace la pareja de Begoña y Germán, extensión de sus vidas y consecuencia de ellas. Durante ese tiempo, esa necesidad de conocer nuevas tierras y en especial a sus hombres y mujeres, lo lleva varias veces a hacer viajes por países, costumbre que se convertiría para siempre en auténtica obsesión de descubrir in situ, lo que en su afanosa lectura había imaginado. Pasa de los Andes al altiplano, a las cuencas del Amazonas y del Orinoco, hasta llegar al amistoso y multicolor Caribe.

Desde su salida de España en 1955, hasta sus dos primeros años en Venezuela en 1967, López Rueda escribe otras dos voluminosas novelas, a mi juicio, su mejor obra narrativa, novelas que curiosamente están todavía inéditas, la primera titulada Viejo mundo a la deriva y la segunda Un espejo por el camino.

Ambas son reflejo genuino de su tránsito entre el viejo y nuevo mundo, su admiración por lo descubierto y su profunda nostalgia por lo conocido. En general, la obra de López Rueda tiene un protagonista, él mismo, pero como dice Pierre Corneille en el prólogo de Medea, “en poesía, no hay que considerar si las costumbres son virtuosas, sino si son semejantes a las de la persona que introduce. Así, describe con indiferencia las acciones buenas y malas, sin presentarnos las últimas como ejemplo”. Pepe teje alrededor de sus personajes, vitalidad, humor, fina ironía y una espléndida relación entre el ser humano y su entorno social y natural.

Ya en Venezuela comienza su segunda etapa intelectual. Primero en Oriente y después en Caracas. En Cumaná es promotor y fundador y miembro del consejo de redacción de dos revistas que recibieron sus nombres por la inmensa afinidad de López Rueda con el mundo clásico: Demócrito y Elan. Con ellas contribuyó en forma decisiva a través de la dirección y la creación de artículos. Eran épocas difíciles, en un medio intelectualmente descuidado, pero a su vez semilla de hombres ilustres de la epopeya americana y blandos de corazón, como Antonio José de Sucre. La Universidad de Oriente, que se extendía desde Cumaná a la mitad de todo el territorio venezolano, casi del tamaño de toda España, fue de esas creaciones afortunadas que engendran a su alrededor una convergencia de razas y culturas, en algunos casos porque los profesores se sentían atraídos por la exuberancia del mundo descrito por García Márquez y otros, por la ingente necesidad de mostrar que la Universidad puede ser instrumento de cambio y progreso. “Del pueblo venimos y hacia el pueblo vamos”. Ese fue el eslogan que unió a venezolanos con españoles, italianos, belgas, norteamericanos, japoneses, latinoamericanos de diversas procedencias, árabes, franceses y un número interminable de nacionalidades. Lo universal de la universidad encontraba en Oriente su más clara expresión. En pocos años esta Universidad se constituyó en modelo para la reforma de muchas instituciones de América Latina.

De aquel puñado de 2.000 estudiantes que López Rueda y yo conocimos en los albores de su fundación, creció a nuestra despedida a más de 15.000 estudiantes y hoy llega casi a los 40.000. López Rueda es por eso también constructor de universidades. Allí dejó parte importante de sus años de creación; desde allí pudo reconstruir el puente del recuerdo e inició paulatinamente su acercamiento físico a España, el país de nuestras irreparables nostalgias; por estar allí, logró, unido a ese afán de aprender del profesor auténtico, regresar después de muchos años de ejercer la docencia universitaria al papel del estudiante en Madrid, para obtener el Premio Extraordinario en el doctorado de la Universidad Complutense con una tesis sobre los estudios griegos en España durante el siglo XVI, tesis que dirigiría el que después fue también su amigo muy estimado, el gran helenista Luis Gil. Por estar presente en tantos momentos de su vida, tuve yo la suerte de construir esa amistad que para destruirla, tendrían que pasar más años que los que el destino ha señalado para nuestra existencia, porque los dos hemos hecho nuestra, la concepción de Bacon que dice que “aquellos que no tienen amigos a quienes abrirse, son caníbales de su propio corazón”.

Presencié, a lo largo de estos años, su lucha por mantener sus ideas, sus convicciones, siempre de buen humor, sin agresividad pero con firmeza. Puedo decir que aun en los momentos de crisis, López Rueda mantuvo siempre el control de sí mismo, y todavía, tras tantos años de amistad, no he presenciado nunca lo que en López Rueda pueda significar un enfado, dicho en criollo, “una arrechera”. Me consta el afecto y respeto que le tienen sus colegas, especialmente en un país de adopción, Venezuela, selectivo en los sentimientos y apasionado en el corazón.

Conozco de sobra la responsabilidad que asume Pepe como profesor, la dedicación esmerada a sus labores docentes, el conocimiento erudito que demuestra en sus clases y conferencias. Pero por encima de todo, Pepe es de oficio escritor. Lo conoce perfectamente, lo vive y tiene una disciplina férrea en la ejecución de ese oficio. Su obra inédita es mayor que la obra conocida; esto demuestra que no solamente escribe por el deseo de ser leído, sino especialmente por el simple hecho de escribir, porque escribiendo realiza su vocación auténtica, algo que aprendí de él y que practico diariamente. Es este, unido a su alta calidad literaria, uno de sus mayores valores como escritor. Escribimos para nosotros, libres de ataduras, libres del que dirán, ejerciendo la transparencia, pero respetando el anonimato de los personajes. Lo hacemos en búsqueda de la verdad, dando rienda suelta a la imaginación. El protagonismo queda para la privacidad de nuestros sueños.

De Cumaná pasa a Caracas, a la Universidad Simón Bolívar, de la que fue coordinador de los estudios del programa de postgrado en Literatura Latinoamericana Contemporánea y de la que es actualmente catedrático emérito. Allí, en su afán de crear revistas, como en la Edad Media se construían catedrales, da nombre, siguiendo su vocación helenista, a otra importante revista universitaria venezolana: ARGOS.

En 1973 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España le publica una densa obra de investigación titulada Helenistas españoles del siglo XVI. En 1977, la Colección Ágora de Madrid, que dirigía Concha Lago, le publica otro libro de poemas, el más extenso, bajo el título de Cantos equinocciales.

Hace tres años, en esta misma casa del Ateneo de Madrid, se presentó otro de sus libros, Crónica del Asedio, en donde encontré un grupo de poemas que muy generosamente me dedicó bajo el título de Grecia, poemas que reconfortaron aún más el espíritu y afianzaron, si cabe, nuestra amistad, porque sé que para López Rueda, Grecia no es ni un país ni una cultura; es el símbolo de las ideas del mundo contemporáneo y futuro. Las ideas no mueren, aunque no se vean ni se toquen. Son gérmenes que se propagan, se difunden, se desarrollan y cuáles faros esplendorosos iluminan las rutas de las generaciones. Las obras materiales pueden desaparecer de la tierra, pero las ideas no mueren: la tradición, las inscripciones, los jeroglíficos, los monumentos que las traducen y las escrituras, las salvan del diluvio de las horas y de los cataclismos con que nos sorprende la naturaleza en forma inesperada. Grecia es en sí misma una idea fecunda, una llama viviente que ha marcado el rumbo del pensamiento de las épocas y culturas que siguieron el centelleo de ese fuego.

El prolífico López Rueda, nos ofrece hoy en su libro otra faceta de su oficio de escritor e investigador. El libro Rómulo Gallegos y España que edita la prestigiosa editorial venezolana Monte Ávila, es una cuidadosa exposición de la obra y los pasos del Maestro criollo por tierras españolas. En ella, junto a una rigurosa labor crítica e investigativa, se narran hechos hasta ahora desconocidos y anécdotas llenas de agudeza y humor, en las que, al mismo tiempo, se advierte la profunda admiración del autor, no solo por la obra de Gallegos, sino por la grandeza de su alma y la fortaleza de su corazón en momentos oscuros para Venezuela, lejana en el espacio, pero presente en todos los instantes del exilio.

Nosotros, los psicólogos que estudiamos los fascinantes caminos del pensamiento creativo y productivo, aventuramos la hipótesis de que, un hilo de afinidades ata muchas veces al biógrafo y a su biografiado; en el caso de José López Rueda y el Maestro Rómulo Gallegos, me atrevo a sugerir que ese hilo es la poesía. La obra de Gallegos, vigorosa y dramática, está llena de la magia y el misterio de la más acendrada poesía. Gallegos contempla el universo con los ojos de un poeta y al narrarlo lo hace con la más sonora de las voces, que es la voz de la poesía.

La poesía que en palabras de García Márquez, “sostiene en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en Las alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes de los espejos”.

Por eso, al leer el libro que hoy presentamos, podemos decir con toda justicia, que, en este caso, el biógrafo estuvo a la altura del biografiado.


* Se reproduce en su integridad, con motivo del aniversario de su muerte, su perfil del autor, escrito y pronunciado por Miguel Ángel Escotet con motivo de la presentación del libro de José López Rueda, Rómulo Gallegos y España, en el Ateneo de Madrid, el 13 de octubre de 1986. Para esas fechas, Miguel Ángel Escotet era el secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura en Madrid. Posteriormente, fue el consejero en educación superior del director general de la Unesco en París, y en 1993 regresó a Estados Unidos como director de investigación y catedrático de Florida International University y decano de la Universidad de Texas, Estados Unidos, de la que es catedrático emérito. En el ínterin fue el director del Instituto de Postgrado de la Universidad de Deusto en Bilbao. Actualmente, es el rector y fundador de la Universidad Intercontinental de la Empresa y presidente de Afundación.

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