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Blog Académico

El libro, esa tecnología prodigiosa de la ciencia y el humanismo

Los libros, nos decía Stephen King, en sus «Memorias del arte de escribir», son una magia portátil. Al ser humano de hoy, deslumbrado con las tecnologías del momento, le cuesta trabajo imaginarse el enorme esfuerzo de creación que supuso la invención de esa prodigiosa tecnología que es el lenguaje escrito.


Si con Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, entre otros, el ser humano se localizó a sí mismo dentro del universo y pudo conocer las leyes básicas que dentro de cierto contexto regían el comportamiento de ese universo, desde el siglo XVII el ser humano empezó a descubrir que hay poesía y hay misterio en el mundo infinitamente pequeño y en el espacio ilimitado que nos abruma.

Aprendimos que nuestros sentidos nos engañan y que lo que vemos en realidad no es la naturaleza, si no, como decía el físico Werner Heisenberg, la naturaleza expuesta a nuestro modo de preguntar. Aprendimos lo más importante para escrutar el universo, aprendimos a indagar y aprendimos a dudar y sobre todo, aprendimos que la ciencia jamás tiene la última palabra porque la ciencia es una continua exploración de los misterios que nos rodean y nosotros, como expresaba Max Planck, «somos parte de ese misterio que investigamos». Al mismo tiempo, cada vez fragmentamos más y más el conocimiento. Creamos lenguajes separados en lo que C.P. Snow advertía con la fragmentación de los saberes. Arte, ciencia y humanismo se alejan de esa imagen del renacimiento que fusionaba y daba esplendor a la ciencia y el arte como un todo.  

Pero también, con el avance de la ciencia y la tecnología, el ser humano resuelve otra parte medular para percatarse de qué materia y energía son formas diferentes de un mismo ente en el que posiblemente está escondida la verdad fundamental de la naturaleza, produce artificialmente nuevos elementos químicos, desentraña y aísla la molécula básica de la vida para después replicarla en un tubo de ensayo, hasta crear un gen; produce componentes electrónicos cada vez más comprimidos que poseen una capacidad inimaginable de memoria y que pueden llevar a cabo complejas operaciones; extiende la inteligencia humana a la inteligencia artificial y también, como un niño revoltoso y travieso que juega con fuego en medio de un bosque, se coloca su propia espada de Damocles al fabricar artefactos nucleares u otras formas de destrucción masiva que potencialmente poseen la capacidad de acabar con nosotros mismos.

Se nos perfila un futuro que va desde el inevitable y deseable progreso de la ciencia y la tecnología, al abuso y mal uso de ellas, en detrimento, paradójicamente, del mismo ser humano. Un futuro signado por el empequeñecimiento del tiempo y el espacio. El extraordinario desarrollo y vertiginosidad de las comunicaciones han permitido que las personas de cualquier latitud se conviertan existencialmente en ciudadanos de la Tierra, un futuro amenazado por un incremento de la población que supera al incremento de producción alimenticia, reviviendo las ideas controvertidas de Malthus. Un futuro oscurecido por la contaminación ambiental y la irreversibilidad ecológica que comienza a hacer inhabitable parte de nuestro planeta. Un futuro, en definitiva, que pende entre la seguridad del ser humano para domeñarlo y las restringidas posibilidades de sobrevivencia.

Con esto no se pretende querer ser catastrofista, sino previsor de los tiempos que se nos avecinan para evitar el desastre y reorientar el uso de los descubrimientos científicos y tecnológicos en beneficio de la humanidad. Sin embargo, la persona común no parece muy sobresaltada por estas perspectivas dramáticas. A su manera, sigue usufructuando de forma indiscriminada los instrumentos tecnológicos, consumiendo, despilfarrando las oportunidades de su descendencia para disfrutar solamente su instante de vida, de forma egoísta, como queriendo olvidar el futuro de sus hijos, de las generaciones por venir. Mientras tanto, algunos de los líderes más poderosos se nos dirigen con su rostro más solemne para justificar la seguridad de la humanidad, al tiempo que llenan sus desesperanzas territoriales y extraterritoriales con instrumentos para la guerra y la destrucción.

Vamos dejando, poco a poco, la lectura, el placer de construir con ella la imaginación en nuestro fuero interno. Las redes “sociales”, las imágenes de las pantallas de televisión, los ordenadores, los chatbots, esos artefactos de inteligencia artificial que apuntan al peligro de pensar por ti, a reforzar la pereza del ocio intrascendente y a la extensión de la vida con ese aparato, el teléfono “inteligente” o smartphone, que es ya una extremidad fundamental de nuestro cuerpo, nuestro pensamiento y nuestra identidad. Todo ello se confabula, sin proponérselo, para alejarnos de ese gran estimulador del pensamiento cognitivo y afectivo que es el libro. 

Los libros, nos decía Stephen King, en sus Memorias del arte de escribir, son una magia portátil. Al ser humano de hoy, deslumbrado con las tecnologías del momento, le cuesta trabajo imaginarse el enorme esfuerzo de creación que supuso la invención de esa prodigiosa tecnología que es el lenguaje escrito. Fue esa tecnología la que condujo a la invención de esa otra máquina admirable, el libro, que nos ha permitido registrar todos los esfuerzos de creación humana, toda la historia de nuestras ambiciones, dolores, grandezas y miserias, todos nuestros afanes para buscar la verdad, la felicidad, la belleza y el amor. Por medio de esa magia portátil, el ser humano ensanchó su cerebro y fue capaz de conversar con sus dioses y consolarse de su mortalidad, ya que comprendió desde un principio que la palabra escrita puede salvarnos de la muerte y del olvido.  Por eso el ser humano genuino ama los libros, porque son el registro de su vida y su escudo contra la muerte. Por eso les rendimos el homenaje de defenderlos y divulgarlos frente al uso indiscriminado de la cultura de la imagen y del narcisismo. 

Parece, por tanto, fuera de lugar ver en la ciencia y la tecnología la panacea del futuro del ser humano, especialmente si arrinconamos la ética en la aplicación de los hallazgos científicos. Coincidimos con Bertrand Russell de que el progreso de la ciencia no siempre es necesariamente una bendición para la humanidad. Sobre todo cuando esos hallazgos convierten a la ciencia en un instrumento político, en un asalariado que tiene, como una obligación burocrática, descubrir nuevas verdades. Resulta difícil para un científico auténtico encontrar algo nuevo en la naturaleza empujado únicamente por la obligación circunstancial, frente a un patrón, de justificar su sueldo.

Presiones de esa naturaleza sobre el investigador para que como las gallinas incube por doquier los huevos de los hallazgos científicos, pueden producir cosas, como de hecho ha sucedido, de farsantes de la ciencia que nos han revelado que la delincuencia intelectual puede ser tan execrable, repulsiva y maligna como el asesinato, el robo, la estafa o la extorsión. De ahí que se corra el riesgo de ir produciendo un profesional de la ciencia en su acepción más gremial y menos intelectual, pues no se debe perder de vista que existe una satisfacción filosófica en la búsqueda de la verdad científica que no puede ser ordenada o planificada inflexiblemente.


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