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Catchall Blog/ Cajón de sastre

Ariadna y la libertad. Una dialéctica entre amor y conocimiento

Antoine de Saint-Exupéry daba en el blanco cuando escribía en El principito que “Si queremos un mundo de paz y de justicia debemos poner la inteligencia al servicio del amor”. Así, amar y comprender se unen en la voluntad de construir un bien común. Porque si la cultura y la verdad nos hacen libres, el amor y la voluntad nos hacen fuertes. La unión de todo ello: cultura, verdad, amor y voluntad otorgan plenitud y sentido vital. 


“Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no conoce, no puede hacer. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende, también ama, observa y ve … Cuanto mayor es el conocimiento, más grande es el amor”. Por increíble que parezca, este pensamiento ha sido traído desde el Renacimiento, está atribuido al médico Teofrasto Paracelso del siglo XVI que, además de ser el padre de la toxicología moderna, fue, sobre todo, un amante del conocimiento y un maestro vocacional. Hoy les ofrezco esta reflexión de un hombre renacentista que ha sido capaz de atravesar varias centurias para llegar al siglo XXI con una propuesta de total actualidad y relevancia.

Ciertamente, cuando uno quiere conocer, observar, ver, aprender… cuando busca respuestas al apasionante enigma de la vida, entonces comprende, descubre, acierta, ama y encuentra su dorado y prodigioso hilo de Ariadna que le guiará, irremediablemente, hasta la libertad. Esa misma libertad que encontró Teseo cuando escapó del laberinto del Minotauro impulsado por el amor de Ariadna.

Mito clásico o metáfora, no cabe duda de que existe un hilo poderoso que hilvana amor y conocimiento. De ese lazo nace la vida, la evolución y el sentido, porque el amor despierta nuestra curiosidad, nuestro afán por comprender, nuestra voluntad de saber. Hay una profunda dialéctica entre afecto y consciencia; en ella encontraremos el motor del cambio, de la evolución, del avance en las ciencias y las artes, hallaremos también los cimientos de la solidaridad, del respeto por nuestros semejantes, por las otras especies y por el planeta. Sí, claro que sí, la pasión aplicada al conocimiento y a su vez el conocimiento aplicado con pasión transforman el mundo.

Antoine de Saint-Exupéry daba en el blanco cuando escribía en El principito que “Si queremos un mundo de paz y de justicia debemos poner la inteligencia al servicio del amor”. Así, amar y comprender se unen en la voluntad de construir un bien común. Porque si la cultura y la verdad nos hacen libres, el amor y la voluntad nos hacen fuertes. La unión de todo ello: cultura, verdad, amor y voluntad otorgan plenitud y sentido vital. 

De la misma forma, el acto de enseñar y el deseo de aprender requieren amor, pasión, generosidad y entrega, también humildad, ética y agradecimiento. Esta perspectiva afectiva de la educación no debe ser obviada por ningún sistema educativo porque nos encontramos ante la paradoja de una sociedad en desequilibrio ecológico, que asiste a la irracionalidad de las guerras, la devaluación del liderazgo, la erosión de la ética social y política, el abandono de las utopías y la impotencia ante la persistencia del hambre y la miseria en un mundo que, al mismo tiempo, se llena de orgullo ante los avances de la ciencia y la tecnología. 

Por supuesto, no queremos ni podemos insinuar un antagonismo entre ciencia y afectividad, no olvidemos que es el amor por la verdad lo que nos lleva a la ciencia, al arte, a la filosofía, a la deontología o a la poesía. En la raíz de cualquier conocimiento, aun en el científico, ya lo señalaba Einstein, siempre hay un elemento de imaginación poética. De hecho, es la intuición creadora, que tiene mucho de poética, por lo que el ser humano empieza a descubrir y es la lógica la que interviene para probar aquello que intuimos. Intuición y lógica integran el hilo de Ariadna que nos guía por el laberinto, entretejiendo amor, experiencia y conocimiento.

En este contexto, quienes nos dedicamos a la educación tenemos por delante el desafío de un cambio de paradigma, pues el sistema actual ha fragmentado el conocimiento segregándolo en dos grandes áreas que parecen irreconciliables y opuestas: las ciencias y las humanidades. Se ha roto el puente natural que existe entre el ser humano, sus creaciones y su medio, rompiendo ese sentido gestáltico del conjunto de las disciplinas tan necesario para comprender cualquier especialización. Así es que deberíamos tomar buen ejemplo de Paracelso y abrazar ese concepto renacentista de un conocimiento holístico en el que, para profundizar suficientemente en nuestra especialidad, aprendiéramos apasionadamente sobre otras especialidades y sus conjuntos.

También se ha fragmentado la educación cognitiva de la afectiva como si hubiese que elegir entre una y otra cuando, realmente, no es posible entender la una sin la existencia de la otra. Ensanchemos los límites del mundo, sumemos conocimientos y pasión, eduquemos a las generaciones del futuro en un sentido amplio, integrando los procesos cognitivos, los psicomotores y los afectivos, convirtiendo los contenidos en elementos libremente disponibles y discernibles como parte del crecimiento personal y de la convivencia social del ser humano. He aquí un gran reto de nuestro tiempo: educar no solo por el conocimiento mismo, sino educar para amarlo, educar para la práctica de la democracia, la equidad, la innovación, la conciencia ecológica, el humanismo comunitario, el pensamiento diferente y la libertad. Y algo esencial en la vida de las personas, debemos educar para la compasión. Quien no tiene compasión por los que sufren, el mismo se está mutilando los ojos y los sentidos.

Debemos intentar enfocar nuestras acciones hacia el concepto de aprendizaje a lo largo de la vida: esta sociedad cambiante fluye sin detenerse y obliga a vivir de forma fraccionada, como si la vida se compusiese de pequeños episodios discontinuos e independientes. Uno de los objetivos de nuestra educación es ordenar e hilvanar estos episodios a través de la constante renovación de la formación y el conocimiento. Propósito al que debemos sumar el fomento de la emancipación de los estudiantes en cualquier etapa de sus vidas a través de habilidades, disposiciones, actitudes y conocimientos, a fin de dar respuesta a los nuevos perfiles de empleo que emergerán, el reciclaje profesional en todas las edades, la investigación sobre los nuevos dominios de las ciencias y la tecnología y las vertientes humanistas indispensables para el desarrollo del pensamiento crítico y su aplicación sociocultural. He expresado, muchas veces, que los títulos, certificados y toda esa amalgama de credenciales de papel y digital no sirven para garantizar que lo que dicen es la verdad. Son muchas veces instrumentos para aumentar el ego, la vanidad y el narcisismo. El amor al conocimiento es su única legitimidad. La aventura del aprendizaje no tiene fin. Un médico sin estar al día es un aprendiz de curandero que pone en peligro a sus pacientes, un maestro pone en peligro a sus estudiantes. Es una transgresión ética.

Por otra parte, tendríamos que controlar menos y aprender a autocontrolarnos más. Es un signo de civilización. Es una búsqueda de la concepción utópica de la genuina democracia. Nos aproximamos a la libertad cuando somos capaces de eliminar controles porque sabemos hacer buen uso del comportamiento individual y social. Hay urgente necesidad de educar para la autorresponsabilidad con uno mismo y con los demás.

Debemos también propugnar el concepto de educación plena, donde teoría y praxis sean parte integradora del conocimiento, dónde se combine la prescripción con la innovación y la creatividad, la certeza con la incertidumbre y la armonía con el propio caos. Aun dentro de esta vertiente cognitiva de la educación, en el marco de nuestro sistema educativo, tenemos que abordar el reto de tratar la ingente cantidad de información que la sociedad de hoy nos plantea, con el esencial apoyo de las herramientas digitales. En cualquier institución educativa los retos más ilusionantes y a la vez los más difíciles de abordar son siempre los que se enmarcan en esa dimensión afectiva de la educación.

El educador o educadora con auténtica vocación sabe que no es posible entender el alma infantil y juvenil tan solo con la razón, mejor dicho, no podemos comprender a ningún otro ser si no comprendemos que cada uno de nosotros es un universo con sus propios sueños, su propio dolor, sus propias carencias y sus riquezas intelectuales y afectivas. Para despertar el amor por el conocimiento, el maestro tiene que ser sensible a lo que el niño o la joven buscan y sueñan, y lo que están dispuestos a sacrificar por sus sueños. Un educador debe no solo alentar, sino buscar la bondad por todas partes y estimular el espíritu de lealtad y amistad entre los estudiantes, con el fin de hacerles comprender que la tolerancia, la compasión, la generosidad y el amor por la humanidad pueden abrir tantas puertas como la inteligencia. Coincido con la escritora y profesora Mandy Hale en que “Nada es más hermoso en este mundo que alguien que va más allá de lo que le corresponde para hacer la vida más bella para los demás”.

Los que nos dedicamos a la educación, debemos hacer comprender también que el conocimiento es una búsqueda sin fin que, bien llevada, ilumina y amplía nuestro mundo, nos permite ver con esperanza que muchos de nuestros problemas son remediables, agudiza nuestro sentido de la observación, nos ayuda a reflexionar y a pensar. El conocimiento es un viaje continuo de descubrimiento que añade paz y belleza al misterio de nuestras vidas y nos ayuda a alegrar el corazón de quienes nos acompañan y nos alientan. 

Educar, en un sentido amplio del término, es mucho más que adiestrar o entrenar, es formar e instruir a un mismo tiempo, es anteponer la ética en todas nuestras decisiones. Es predicar con el ejemplo, intentar que, sin desatender el plano cognitivo del aprendizaje, se fomente el pensamiento crítico, la creatividad, la transformación, la adaptación al cambio permanente y la anticipación al futuro. Estos tres últimos conceptos son estratégicos para asentar los principios de una institución educativa moderna y capaz de abrirse a la sociedad actual, en constante evolución y sujeta a cambios que marchan en progresión geométrica.

El legítimo amor, como el amor materno, es lo único que más crece cuanto más se multiplica. Hay que repartirlo, aprenderlo, enseñarlo y soñarlo. Se ha de hacer con pasión, pero con sentidiño, sin dejar de buscar ese dorado y prodigioso hilo de Ariadna que nos ayudará a cumplir la tarea en este mundo nuevo, equipado con un abrumador poder tecnológico, donde peligran por igual el corazón y el cerebro, pero del cual todavía podemos decir con mi siempre admirado Jorge Santayana, que es un mundo que “está traspasado de belleza, de amor, de destellos de coraje y de risa; y entre estos, el espíritu florece tímidamente y lucha hacia la luz entre las espinas”.


©2024 Miguel Ángel Escotet.  Todos los derechos reservados. Se puede reproducir citando la fuente y el autor. Este artículo está inspirando en mis propias palabras durante la intervención que hice en el acto de concesión de los Premios Nacionales EDUCA ABANCA al Mejor Docente de España de cada una de las categorías de educación, 7ª edición, en la Facultad de Educación de la Universidad da Coruña, el 24 de febrero de 2024. A su vez, el domingo 25 de febrero, salió publicado mi artículo en La Voz de Galicia, con el mismo título, cuya fotografía se reproduce debajo de este texto y cuya versión digital puede leerse aquí. La ilustración del birrete y el corazón diseñada para este artículo pertenece a María Pedreda de la Voz.