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Blog Académico

Destapar el cielo. Una metáfora para el viaje de la vida

Cuando ya hemos asimilado que no somos lo que poseemos, sino lo que hemos entregado a los seres que nos rodean, en ese momento el cerebro está preparado para hacernos comprender que debemos ser espíritus de bondad los unos para los otros, que el mundo sigue lleno de magia y belleza que podemos compartir, que en compañía podemos ver el mundo agrandado y embellecido gracias a otras experiencias y que, en gran parte, la vida consiste en tender puentes para acercarnos y beneficiarnos mutuamente.



“No te rindas que la vida es eso,

continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros y destapar el cielo”.

Estas frases son un fragmento de “No te rindas”, el único poema que escribió el argentino Guillermo Mayer y que se publicó por vez primera en la revista Vuelos, poema equivocadamente atribuido a Mario Benedetti. En estos versos nos anima a tener fortaleza para perseguir los sueños y continuar el viaje de la vida hasta destapar el cielo. La imagen de la vida como éxodo aparece en los albores de la literatura, desde el poema de Gilgamesh, el mito de Abraham o de Moisés, el viaje del pueblo mexicano a la gran Tenochtitlan, hasta el gran viaje de Odiseo, la obra clásica por excelencia en el género de viajes, pasando por las travesías de Simbad el Marino en Las mil y una noches, El Cid Campeador, Marco Polo o nuestro propio Don Quijote de la Mancha. En todas ellas encontramos una narrativa que intenta explicar el gran misterio de la vida a través de la metáfora del viaje.

En cualquiera de los grandes periplos iniciáticos del imaginario que construye la literatura, aun por encima de la aventura misma y sobre la meta que este persiga, las emociones son el núcleo, el centro del viaje, la bisagra que une experiencia, emoción y consciencia. Si esto sucede en ese meta-mundo fabricado por la creación literaria es porque es un fiel espejo de la vida real. Nuestro viaje vital es un desafío, una corriente de experiencias, una concatenación de cambios, una carrera de recuerdos. Vivir es emocionarse, sentir, es percibir.

Es indudable la trascendencia de las emociones en nuestra vida, en cualquiera de las etapas del ciclo vital y, por supuesto, durante la adultez. El ciclo de la vida implica un aprendizaje permanente con diferentes etapas que es necesario atravesar y en las que vamos adquiriendo madurez. En cada una de ellas afrontamos y equilibramos fuerzas contrarias que requieren una síntesis. En la edad adulta el desafío está en encontrar el equilibrio entre la propia integridad y el desaliento, entre la sabiduría y la incerteza, entre el valor de la experiencia en la predicción de los hechos y la incertidumbre asociada a las variables externas e impredecibles (Escotet, 2022). La primera, la integridad, entendida como la fidelidad a aquellos principios universales que nos han permitido crear una cultura, reconocernos como viajeros de un mismo planeta, siendo fieles a nuestro entorno cercano y al gran entorno que abarca a toda la humanidad. Quien ha aprendido a cuidarse, a preservar su entorno y el de los otros seres, sin duda aceptará sus triunfos y sus desilusiones, inherentes al hecho de vivir. Es lo que podríamos entender por sabiduría. En cuanto al desaliento, este se traduciría en un abatimiento ante la incertidumbre de lo que queda por vivir, con los sentimientos de soledad, desolación y el cuestionamiento de todo lo que se daba por cierto e inmutable.

La longevidad supone una etapa de introspección, de balance entre pasado, presente y futuro. Esta interioridad significa no solo una revisión de la historia de la propia vida, sino también el hecho de plantearse de nuevo la conducta pasada, admitir los errores y valorar nuestra contribución al bienestar de quienes nos han acompañado en nuestra vida. Sigmund Freud, sostenía que en este trabajo emocional de aceptar aquello que se ha marchado y valorar aquello que se ha conservado, recordamos, repetimos y elaboramos las experiencias que han dado sentido a nuestra vida personal.

La identidad se construye siempre dentro de un contexto social que puede ser facilitador en cuanto a experiencias de enriquecimiento personal (Escotet y Alvarez, 2004). La sociedad actual ha abrazado progresivamente un paradigma de envejecimiento activo que se refleja en la creación de múltiples programas para fomentarlo, la mayoría de ellos se enmarcan en el ámbito del aprendizaje a lo largo de la vida, la actividad física, los viajes reales o virtuales, las acciones de voluntariado en favor de la sociedad, con apreciables beneficios para quienes los practican. Tan importante como el aspecto físico y cognitivo es el cuidado de las emociones, un ámbito que parece no tener todavía un lugar propio dentro de estos programas. En este sentido, el programa «Conociendo las emociones», una iniciativa de Afundación y del Matia Instituto del País Vasco que surge de una primera investigación en la que se evaluó el programa de envejecimiento activo de Afundación a través del Índice Personal de Envejecimiento Activo [IPEA], es una propuesta innovadora que atiende a la necesidad de desarrollar recursos psicológicos para la gestión emocional con el fin de favorecer un buen envejecimiento.

El programa ha sido diseñado con la colaboración de personas mayores usuarias del programa, de ahí su carácter innovador, testeado, validado e implementado en tres ediciones en los Espazos +60 de Afundación, en colaboración con Matia InstitutoDe esta experiencia hemos extraído unos resultados que nos ofrecen una serie de datos valiosos para continuar avanzando en esta línea de atención a las emociones en esta etapa de la vida. Los resultados (Marsillas y Liñares, 2024) indican que la formación para la mejora de las competencias emocionales es un instrumento útil que, desde la prevención, contribuye tanto a preservar un buen estado de bienestar psicológico como a mejorarlo cuando se parte de un estado óptimo.

El estudio también nos habla de las motivaciones que llevaron a participar a las 71 personas que, finalmente, concluyeron la primera edición del programa. Estas fueron: el conocimiento y el desarrollo personal, la reparación del dolor y la mejora del bienestar, así como el pudor, entendido este como una actitud de escepticismo y autoprotección. Estas personas afirman haber mejorado en la expresión, la conciencia y la comprensión emocional al haber adquirido competencias intrapersonales e interpersonales.

Esto se debe, lo interpreto yo como psicólogo, a que cuando la madurez nos ha preparado para vivir sin falsedades y sin engaños, el tiempo nos ha enseñado a sumergirnos en lo que en verdad constituye el hecho de ser humanos. Entonces cuando ya hemos asimilado que no somos lo que poseemos, sino lo que hemos entregado a los seres que nos rodean, en ese momento el cerebro está preparado para hacernos comprender que debemos ser espíritus de bondad los unos para los otros, que el mundo sigue lleno de magia y belleza que podemos compartir, que en compañía podemos ver el mundo agrandado y embellecido gracias a otras experiencias y que, en gran parte, la vida consiste en tender puentes para acercarnos y beneficiarnos mutuamente. “El único viaje verdadero, decía Marcel Proust, el único baño en la Fuente de la Juventud, no consiste en visitar tierras extrañas, sino en poseer otros ojos, ver el universo a través de los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es”.

Y es así, que el viaje de la vida como la gran metáfora de nuestra Itaca particular tendría que acompañarnos siempre bajo las emociones que representan la vida misma, pues, no podemos olvidar que, como expresó Vincent van Gogh, “las pequeñas emociones son los grandes capitanes de nuestras vidas”. Así es, los sentimientos nos empujan a continuar el viaje, a perseguir los sueños, a desprendernos del tiempo y destapar el cielo.

Referencias

Escotet, M.A. (2022). Entre la sabiduría y la incerteza. En Sara Marsillas y Pura Díaz-Veiga. Conociendo las emociones. Santiago de Compostela: Afundación y Matia Instituto. 9-11

Escotet, M.A. and Alvarez, C.M. (2004). The Psychosocial and Cultural Nature of Education. Boston: Pearson, 273 pages.

Marsillas, S. y Liñares, X.L. (2024). Conociendo las emociones. Informe de resultados. Santiago de Compostela: Afundación y Matia Instituto. Puede descargarse AQUÍ


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