- December 31, 2023
- Emociones, Ensayo, Optimismo, Poesia, Psicoanálisis, Psicologia, Psicologia Positiva, Sociologia
‘Las uvas del tiempo’ es un inspirado poema de Andrés Eloy Blanco, refiriéndose a la ausencia de la madre en la salida del Año Viejo, en un país, Venezuela, donde la celebración familiar es mayoritariamente el 31 de diciembre y en donde se pide la bendición de la madre antes, a ser posible, de que el reloj toque las 12 campanadas. Pero las ausencias, sirven también para hacer de ellas una suerte de alegría, de felicidad incompleta, que es la única que existe. Son el recuerdo, la nostalgia, cuando todavía la naturaleza no te las ha robado.
En psicología, los que practicamos el optimismo, como mezcla de realismo y utopía, valoramos los buenos y malos recuerdos, en positivo, pero sin olvidarlos. Mi querido profesor de psicopatología y mentor por tres años en el hospital universitario, Guido Wilde, alemán judío, que tuvo la oportunidad de tener la influencia directa de Freud, Adler, Jung y Szondi, siempre me insistía en que el olvido podía caer en la represión y que esta llevaba a conductas inapropiadas. Que nada debería caer en el olvido y que, aún, los malos recuerdos deberían de servir como lecciones aprendidas y al error saber perdonarlo para evitar cometerlo nuevamente. “Es lo que hay”, me expresaba recientemente y con acierto, una inteligente persona a la que aprecio mucho, con mezcla de realismo, pero no de sumisión a la realidad.
Este bello poema merece la pena leerse. Son las 12 uvas del tiempo, una por cada campanada, pero extrapoladamente para algunos, una por cada mes del año que viene. El poema fue escrito en la víspera del año nuevo de 1923 en Madrid, a donde Andrés Eloy había viajado para recibir el premio de poesía de los Juegos Florales de Santander. El poeta se dirige a su madre y le cuenta cómo celebran la Nochevieja en España. Se queja de haber aceptado la gloria del premio a cambio de la ausencia, ausencia de los suyos, ausencia y nostalgia de su tierra. «¡El Renombre, la Gloria… Pobre cosa pequeña! / ¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria, / cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!», nos expresa el poeta. En el fondo, el texto es, en cierto modo, un balance de la vida de él mismo.
La aproximación a la felicidad es mucho más realista en la profundidad del alma que en las expresiones corporales externas de los que intentan convencerse de que son felices. La aproximación a la felicidad se nos realza cuando con nuestras acciones hacemos felices a los demás sin buscar nada a cambio. Además, como expresaba al comienzo, la felicidad plena no existe, la felicidad siempre es incompleta y esa es una buena razón para buscarla eternamente.
‘LAS UVAS DEL TIEMPO’ DE ANDRÉS ELOY BLANCO
Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como todos tienen su madre cerca…
¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas esta alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas;
el hálito canalla
de las mujeres ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.
Esta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda,
para olvidar que hay alguien cerrando un libro,
para no ver la periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
porque no lo sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una perdida.
Aquí es de la tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la Noche Vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!,
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad; la alegría
de cada cual va sola, y la tristeza
del que está al margen del tumulto acusa
lo inevitable de la casa ajena.
¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes,
sin conocerse, con la buena nueva!
Las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen cosas de honda fortaleza:
“¡Venid compadre, que las horas pasan;
pero aprendamos a pasar con ellas!”
Y el cañonazo en la Planicie,
y el himno nacional desde la iglesia,
y el amigo que viene a saludarnos:
“feliz año, señores”, y los criados que llegan
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.
Y el beso familiar a medianoche:
«La bendición, mi madre»
«Que el Señor la proteja…»
Y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado,
y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa.
¡Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia!
¡Mi casona oriental! Aquella casa
con claustros coloniales, portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca
-mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los reinos de la Naturaleza-.
Al lado, el gran corral, donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia;
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas.
Bajo el parral hay un estanque;
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.
Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus talas blancas,
sordas a la canción de las abejas…
Y ahora, madre, que tan sólo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo las uvas de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.
Y ahora me pregunto:
Por qué razón estoy yo aquí? Qué fuerza pudo
más que tu amor, que me llevaba
a la dulce aninomia de tu puerta?
¡Oh miserable vara que nos mides!
¡El Renombre, la Gloria…, Pobre cosa pequeña!
¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!
Y esta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino.
Dónde hallaré camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre; la verdad que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas,
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, con muchachas de la aldea,
hombres que dicen: “Buenos días, niño”,
y el queso que me guardas siempre para merienda?
Esa es la Gloria, madre, para un hombre
que se llamó Fray Luis y era poeta.
¡Oh mi casa sin cítricos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una reina!
Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuela?
Tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti, soy grande; cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas…
¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando,
y el momento de irnos está cerca,
y no pensamos que se pierde todo!
¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta
y en la última uva libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza,
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar en tus ojeras,
y manos pulcras, y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva;
que eres hermosa, madre, todavía,
y yo estoy loco por estar de vuelta,
porque tú eres la Gloria de mis años
y no quiero volver cuando estés vieja!…
Uvas del Tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca,
¡Cómo me pierdo, madre, en los caminos
hacia la devoción de tu vereda!
Y en esta algarabía de la ciudad borracha,
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses,
yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.
Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca,
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta…
Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas,
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la Noche Vieja.
©2023 Miguel Ángel Escotet. Todos los derechos reservados. Se puede reproducir citando la fuente y el autor. Este corto ensayo reproduce en su integridad el poema de Andrés Eloy Blanco, Las Uvas del Tiempo, en honor al gran poeta y en el recuerdo de este Año Viejo de 2023.