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Catchall Blog/ Cajón de sastre

El fuego de Prometeo y la antorcha del conocimiento

Un día los dogmas que siguen encadenando al ser humano se disolverán frente a una conciencia tan inundada de luz que será capaz de hacerse una con el sol, y esta conciencia arribará a esas playas ideales donde residen la dignidad y libertad humanas.

Elisseus Elitis. Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1979


No existe la universidad paradigmática, diseñada para todos los tiempos y para todos los lugares. La universidad nace y se desarrolla en un momento determinado de la historia para responder a unas necesidades y a un contexto preciso. Es así como la universidad constituye una realidad histórica en cuanto está condicionada por lo que es el entorno en el que se desarrolla y, además, y paradójicamente, intenta enfrentar de manera crítica y científica esa misma realidad para inspirar en los estudiantes el deseo de participar en la transformación y el progreso de su entorno y del mundo.

Estoy convencido que una parte importante de esa misión universitaria tiene su origen en el mito de Prometeo, el titán que desafió al padre de los inmortales para dar a los seres humanos el milagro del fuego, un símbolo del conocimiento, con el cual, como lo soñó Platón, la educación ilumina la inteligencia de la humanidad para darle el poder de escudriñar el mundo con más de mil ojos.

Como todos recordamos, cuenta la fábula cómo Zeus y Prometeo discreparon desde el comienzo al crear al ser humano: el primero se negaba a favorecer el conocimiento y el progreso de los mortales. Prometeo, por el contrario, apostaba por educarles y formarles para promover su evolución. Tanto fue así que se empeñó en enseñarles el secreto del fuego a fin de que alcanzaran a ser algo más que seres primitivos y pudieran liderar su propia evolución. Lo hizo en contra del mismísimo Zeus, con lo cual el mito nos muestra no sólo una imagen deslumbrante de la desobediencia enfrentada al poder, sino el riesgo que conlleva el pensamiento independiente, ya que Prometeo fue castigado durante treinta mil años, hasta que la flecha de Hércules abatió al cuervo que devoraba sus entrañas. Es la de Prometeo, como todo mito, una ficción paradigmática que nos facilita esa reflexión sobre el aprendizaje, la superación, el emprendimiento, sobre la capacidad de discrepar, que es la base de la originalidad y el progreso, y también sobre la libertad sustentada en el conocimiento, y sobre la lucha por la democracia.

En el marco de la meditación sobre estos conceptos irremediablemente ligados a la educación, recordamos a uno de los grandes matemáticos del siglo veinte, que fue también un gran filósofo, Bertrand Russell, cuando nos advirtió que “sabemos muy poco y sin embargo es asombroso lo que sabemos y, todavía más asombroso es el hecho de que tan poco conocimiento nos haya dado tanto poder”.

Al especular sobre el mito prometeico, concebido en el amanecer del mundo, nosotros, los que vivimos en medio de una revolución científica y tecnológica, que está agitando profundamente nuestras vidas, nos sentimos obligados a reflexionar sobre la responsabilidad de ser arquitectos de nuestro propio futuro, sobre el poder que confieren la ciencia y la tecnología, sobre nuestra perplejidad ante las tecnologías que surgen a una velocidad delirante, sobre el dilema de construir máquinas que nos faciliten el trabajo, pero al mismo tiempo, sobre el hecho de que éstas pueden convertirse en una especie nueva, que, como decía Stephen Hawking, si nuestra prudencia no interviene, seguirá imperturbable su propio imperativo evolutivo y nos eliminará de este planeta como una plaga amenazante.

Todas estas reflexiones nos inclinan a reafirmar lo que ya sabemos, que todo progreso debe ser inspirado y guiado por la ética, y por tanto profesores y estudiantes, sujetos que aprenden, tenemos que buscar al unísono, desde el ámbito formativo, las capacidades y los valores que nos permitan, como prometeos posmodernos, aprender para seguir aprendiendo, en donde ciencia y conciencia vayan juntos de la mano, donde la tecnología no logre sumergirnos en una cultura del egoísmo y la indiferencia y, peor aún, silencie para siempre nuestra voz.

Pero qué duda cabe que para avanzar hay que vencer en primera instancia la resistencia al cambio y cultivar una sólida formación que permita ir y volver entre la teoría y la praxis. Se hace necesario que sin desatender el plano cognitivo del conocimiento se fomente el pensamiento crítico, la creatividad, el pensamiento estético, la convivencia con la tecnología, la adaptación al cambio permanente y la anticipación al futuro. Estos conceptos son estratégicos para asentar los principios de una institución de educación superior moderna y capaz de abrirse a la sociedad actual, en constante evolución y sujeta a cambios geométricos.

El progreso se fundamenta en el cambio, sin que este necesariamente engendre una crisis, pero sabemos también que, como anticipaba Ortega y Gasset, aquellas mudanzas que eliminan un sistema de valores para dar paso a otro nuevo conllevan, inevitablemente, una ruptura. Y es que, el cambio es la ley misma de la evolución, la crisis es, sin embargo, esa ruptura que se produce por no estar preparados para el cambio, por la falta de adaptación ante la mutación en esquemas de incertidumbre. Y aquí es donde radica el eje de nuestra acción educativa como ya lo he venido afirmando desde hace años: educación es formar al ser humano para el cambio permanente y aún para la eventual crisis producto de la transición. Y ello, en parte, ayudando a las personas a adoptar y definir una identidad flexible y versátil que les capacite para desarrollarse en un entorno estocástico y cambiante como la vida misma. 

Ante este modelo de “modernidad líquida”, como calificaba a esta sociedad de la mudanza permanente, el filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman, las instituciones universitarias afrontan con sus estudiantes (docentes y discentes) nuevos retos en el plano cognitivo y en el afectivo, esenciales para el futuro, imprescindibles para emprender la búsqueda del progreso con seguridad y con pasión. Dentro de la dimensión cognitiva y estructural de la educación, las universidades tienen que enfocar sus acciones hacia el concepto de “Lifelong Learning”, la antorcha del conocimiento o aprendizaje a lo largo de la vida: esta sociedad cambiante que fluye sin detenerse obliga a vivir de forma fragmentada, como si la vida se compusiese de pequeños episodios discontinuos e independientes. Uno de los objetivos de nuestra educación es ordenar e hilvanar estos episodios a través de la constante renovación de la formación y el conocimiento, fomentando la emancipación de los estudiantes, en cualquier etapa de su vida; proporcionándoles habilidades, disposiciones o actitudes y conocimientos que puedan responder a los nuevos perfiles que irrumpirán en el mundo del trabajo, al reciclaje profesional en todas las edades, a la investigación sobre los nuevos dominios de las ciencias y la tecnología y a las vertientes humanistas indispensables para el desarrollo del pensamiento crítico, el sentido ético y estético y sus aplicaciones a la cultura y la sociedad. 

Se debe propugnar también el concepto de educación gestáltica, opuesta a la fragmentación, donde teoría y praxis son parte integradora del conocimiento, de manera que se hace necesario combinar la conjetura con la evidencia, la prescripción con la innovación y la creatividad, la certeza con la incertidumbre y la armonía con el propio caos. También tenemos que asumir, una vez por todas,  el concepto de educación anticipatoria, proyectando una institución universitaria que abarque los modelos educativos que la sociedad ya demanda: el que combina educación presencial y a distancia como integración de la socialización académica y el conocimiento; el modelo de formación online y no presencial, de necesidad indiscutible para el desarrollo autónomo del aprendizaje, la actualización permanente y el reciclaje profesional, insertos ya de por vida en cualquier profesión; y además, la combinación de la ciencia básica y aplicada y su aplicación al emprendimiento personal o colectivo. Al mismo tiempo, estamos en el proceso de educar para la necesaria dimensión sostenible que la realidad nos está exigiendo en sus múltiples facetas: la sostenibilidad económica, la social o la ambiental. Inherentemente, la sostenibilidad implica la aplicación del término “cuidar, proteger, preservar” y es por ello, por lo que debemos tratar de ejercitar el “aprender a cuidar” desde una dimensión cognoscitiva, pero también desde una dimensión altamente emocional porque, de algún modo, cuidamos aquello que amamos y amamos aquello que custodiamos o preservamos. Podríamos decir que la implicación con la sostenibilidad es, al final, un ejercicio de afecto o apego y determina el sentido ético de la vida. Nada le da más sentido a la vida que el procurar dejar a las generaciones que vienen un mundo mejor del que nos ha sido entregado.

La educación es uno de los procesos indispensables para mejorar la existencia. Las universidades deben concentrar su esfuerzo en la formación e investigación, pero sin que una se haga a expensas de la otra, con vocación hacia el emprendimiento, hacia la empresa, apostando por una educación de alta calidad en sus contenidos, orientada al desarrollo de competencias y adaptada a las nuevas necesidades del mercado laboral, a la vez que asumimos los desafíos de un mundo tecnológico y una educación emprendedora, actitudinal, afectiva y ética. Una educación que además de enseñar para los corazones proporcione a los estudiantes alas para el viaje de la vida. Las universidades y demás instituciones de educación superior deben de dejar de competir entre ellas. Sus energías deben dirigirse a ser mejores, a cultivar la excelencia y desechar la mediocridad que es hija de la falsedad y, a veces, del miedo a pensar, que atrofia tanto la vida intelectual como la espiritual. La universidad ética, sólo compite consigo misma en búsqueda de la excelencia, que es en cierto modo la única competitividad que debe existir en educación, y entendiendo que todo lo bueno que hagamos en educación y en salud siempre será insuficiente dada la magnitud del conocimiento y las grandes necesidades de las personas y del mundo en que vivimos.

La universidad es una comunidad de “scholars”, no sólo de profesores, pero fundamentalmente de estudiantes. Gracias a los estudiantes, los profesores aprendemos en lo intelectual y en lo humano, porque todo intercambio conlleva un aprendizaje. En eso consiste la educación, en aprender del otro, en formarse continuamente y en cualquier etapa del viaje de la vida. Considerando la vida del viaje al conocimiento como un ejercicio ético, con esa dosis de humildad que emana del que sabe mucho y cree saber poco, porque esa actitud nos conmina a seguir aprendiendo, “a saber escuchar”; seguir aprendiendo de aquellas personas que conocen qué futuro es incertidumbre y que deben de acostumbrarse a vivir con ella. Cuanto más avanzamos en el conocimiento, más nos cercioramos de la desaparición del futuro previsible, de que la felicidad o la catástrofe son igualmente posibles e inminentes, de que la existencia humana conlleva inseguridad, ansiedad y angustia, a la par de las emociones más felices.

Es decir, debemos prepararnos para un mundo que está más lleno de incertidumbres que de certezas. Que el profesional que egresa de la universidad debe enfrentarse a ese mundo en ebullición, en proceso de cambio permanente. Pero sin perder la esperanza de la mejor utopía: el profesional de hoy debe tener soluciones a problemas que no se resolvieron en la vida pasada; hasta cierto punto debe responder inteligentemente a lo desconocido en el más puro estilo de Jean Piaget, que definía la inteligencia como la capacidad del ser humano para adaptarse a lo nuevo y para solucionar problemas que nunca se le habían presentado. Y a esto habría que agregar otro de los cometidos sociales de la universidad, ayudar a su comunidad académica a construir la esperanza no en soledad sino en constructiva compañía, cimentarla desde la integridad alejada de cualquier tipo de corrupción.

Somos hijos de Prometeo, hemos creado la música, las matemáticas, la ciencia, la pintura, la literatura; hemos sido capaces de atesorar la cultura de los siglos que nos precedieron y vivimos en un mundo que a veces nos abruma con la velocidad de sus cambios. Pero el conocimiento, el viejo y el nuevo nos ha de llevar a comprender que cada momento de nuestras vidas es un reto que afrontar y un misterio que resolver.

Aprender es buscar incesantemente el luminis que cada uno tiene, el fuego de Prometeo como faro de vida y de progreso, como antorcha del conocimiento que debe alumbrarnos por todo el tránsito de la vida, guiada eso si, por el sentido ético que nos obliga, hoy más que nunca, a comprender que todos somos responsables del destino de la humanidad. El futuro debe ser nuestro, y debe ser de todos, lo empezamos a construir el día que aprendimos la primera palabra, el primer número, la primera letra, la primera canción. Aprender es moldear el destino. Aprender es construir el futuro. Y el futuro siempre empieza hoy.


©2021 Miguel Ángel Escotet. Todos los derechos reservados. Se puede reproducir citando la fuente y el autor. Extracto de mi mensaje académico en la función de Rector Presidente del Instituto de Educación Superior Intercontinental de la Empresa (IESIDE) en la ceremonia de entrega de títulos del grado en ADE y BBA de IESIDE en su duodécima promoción. Vigo, 5 de julio de 2019. La imagen superior Prometheus Brings Fire to Man es una pieza de arte digital  de Matthew Kocvara.